"Háblame de aquel varón, oh musa. De aquel hombre de gran ingenio que anduvo peregrinando largo tiempo después de planear la destrucción de la sagrada ciudad de Troya
... Hay ciudades maravillosas y conocidas costumbres de muchos hombres. Yo me quedé allí por si venían alguno de los otros héroes helenos que ya habían perecido. También había visto a hombres de otras generaciones anteriores a quienes muchos deseaban ver.
... Más basta ya, envaina la espada y vayamos al lecho, para que, entralazados en él crezca la unidad que genererará una mayor confianza entre nosotros.
... Por nada del mundo consentiría subir a tu lecho, oh Diosa, si no te atrevieras a prestar solemne juramento de que no atentarás contra mi ningún otro pernicioso daño. Así se lo dije, y esperando yo otra contestación, la bella hechicera, sin dar nunca un mal gesto, juró al instante como le demandaba, y una vez prestado el juramento me invitó a subir a su magnífico lecho. Entonces, fue cuando descubrí la hija de la mañana, la de los dedos rosáceos, cuando sus sirvientes enjaezaron los corcéles y luego los engancharon al carro dorado, éste era de una luminosidad tal, que competía con el propio sol. Después me invitó a subir al labrado carro y los críados fueron guiándolo por el vestíbulo para llegar al pórtico donde pudimos ver el alborear de la mañana, contemplándola durante un buen rato..."
... Hay ciudades maravillosas y conocidas costumbres de muchos hombres. Yo me quedé allí por si venían alguno de los otros héroes helenos que ya habían perecido. También había visto a hombres de otras generaciones anteriores a quienes muchos deseaban ver.
... Más basta ya, envaina la espada y vayamos al lecho, para que, entralazados en él crezca la unidad que genererará una mayor confianza entre nosotros.
... Por nada del mundo consentiría subir a tu lecho, oh Diosa, si no te atrevieras a prestar solemne juramento de que no atentarás contra mi ningún otro pernicioso daño. Así se lo dije, y esperando yo otra contestación, la bella hechicera, sin dar nunca un mal gesto, juró al instante como le demandaba, y una vez prestado el juramento me invitó a subir a su magnífico lecho. Entonces, fue cuando descubrí la hija de la mañana, la de los dedos rosáceos, cuando sus sirvientes enjaezaron los corcéles y luego los engancharon al carro dorado, éste era de una luminosidad tal, que competía con el propio sol. Después me invitó a subir al labrado carro y los críados fueron guiándolo por el vestíbulo para llegar al pórtico donde pudimos ver el alborear de la mañana, contemplándola durante un buen rato..."
La Odisea, de Homero
Extraído de la película El Lector (The Reader)
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