Así, así, despacio, como sale un palio; y más despacio, como envejece el vino; y más despacio, como envejece el tiempo. Así, así, que una media dure más que una faena, que tu capote tarde más en desperezarse que en hacerse, que al rosa de tu capote le dé tiempo de despintarse en lo que tarda una verónica tuya. Así, así, como ya lo vimos, hace mucho tiempo, en otras manos —¿o acaso así no lo vimos nunca?—; así, como si estuvieras enseñando a leer al toro… ¿Una silla? ¡Un trono! Incluso sentado en una piedra mantendrías la torería en el tipo. Un trono para ti, muchacho, el Trono.
Huérfanos de esa gracia andábamos, sin saber a qué carta quedarnos para tratar de conformarnos con algo que se le pareciera a cuanto habíamos soñado. Y llegaste tú. Y llegaste tú y ya ves, se quedó claro en el ruedo un Morante y un después. ¿Qué será eso, Dios mío? ¿Qué se sentirá un torero en la sangre, en la cabeza, en las manos, para ver venir un sueño en punta y convertir en milagro lo que nadie imaginaba? No, tú no eres heredero de nadie, ni tus manos han recogido cetros de otros, ni hay en ti maneras prestadas ni modelos copiados. Tú eres tú y sólo tú. Cuando al toreo llega alguien así, no estamos volviendo a ver sino viendo por primera vez la luz de otra aparición. ¿Una silla? ¿Qué silla? ¿Es que hay sillas dignas donde darle sitio a tu arte torero? ¡Un trono! Quien llega así sabe que manda sin decirlo, sabe que es el más grande sin más necesidad que la de firmar la propiedad del arte ante la cara de los toros, así, sin sangre, así, toro y torero enteros, allí, cinco años de ensayos de embestidas, aquí, un capote que saca del horno, recién hecha, la inspiración de la verónica. Que lo conteste quien quiera: si a eso llaman una media, ¿qué será, Dios, una entera?
Así, así, despacio, la eternidad suspendida en un vuelo bajo, segundero de un Dios cansado hecho percal. Así, así… ¡Un trono! ¿Existió otra vez ese toreo de capa? ¡Qué más da! Un toreo así nace cada vez que se hace. Un toreo así siempre es único. No hace falta ni estar más preparado que nunca, ni andar en racha, ni que la suerte se ponga de tu parte: es saber y decirlo cuando el genio lo considera —quizá sin saberlo— oportuno. Y queda hecho. Inimitable, tanto, que ni el mismo genio podría hacer lo mismo otra vez. ¿Una silla? Cualquier silla sería pobre. ¡Un trono! Y un Morante. Y un después. Y un siempre. Y un nunca.
Artículo: Antonio García Barbeíto para ABC
Fotografías: Ernesto Naranjo
Huérfanos de esa gracia andábamos, sin saber a qué carta quedarnos para tratar de conformarnos con algo que se le pareciera a cuanto habíamos soñado. Y llegaste tú. Y llegaste tú y ya ves, se quedó claro en el ruedo un Morante y un después. ¿Qué será eso, Dios mío? ¿Qué se sentirá un torero en la sangre, en la cabeza, en las manos, para ver venir un sueño en punta y convertir en milagro lo que nadie imaginaba? No, tú no eres heredero de nadie, ni tus manos han recogido cetros de otros, ni hay en ti maneras prestadas ni modelos copiados. Tú eres tú y sólo tú. Cuando al toreo llega alguien así, no estamos volviendo a ver sino viendo por primera vez la luz de otra aparición. ¿Una silla? ¿Qué silla? ¿Es que hay sillas dignas donde darle sitio a tu arte torero? ¡Un trono! Quien llega así sabe que manda sin decirlo, sabe que es el más grande sin más necesidad que la de firmar la propiedad del arte ante la cara de los toros, así, sin sangre, así, toro y torero enteros, allí, cinco años de ensayos de embestidas, aquí, un capote que saca del horno, recién hecha, la inspiración de la verónica. Que lo conteste quien quiera: si a eso llaman una media, ¿qué será, Dios, una entera?
Así, así, despacio, la eternidad suspendida en un vuelo bajo, segundero de un Dios cansado hecho percal. Así, así… ¡Un trono! ¿Existió otra vez ese toreo de capa? ¡Qué más da! Un toreo así nace cada vez que se hace. Un toreo así siempre es único. No hace falta ni estar más preparado que nunca, ni andar en racha, ni que la suerte se ponga de tu parte: es saber y decirlo cuando el genio lo considera —quizá sin saberlo— oportuno. Y queda hecho. Inimitable, tanto, que ni el mismo genio podría hacer lo mismo otra vez. ¿Una silla? Cualquier silla sería pobre. ¡Un trono! Y un Morante. Y un después. Y un siempre. Y un nunca.
Artículo: Antonio García Barbeíto para ABC
Fotografías: Ernesto Naranjo
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